miércoles, 31 de octubre de 2012

El último film 4/4


Las desgracias siempre vienen a pares, dijo un poeta alguna vez, y en ese otoño tuve que lidiar no sólo con la ausencia de Eugène sino también con el recrudecimiento de la alienación de mi madre.
Las primeras hojas de los árboles comenzaron a teñir los caminos de colores pardos y rojizos cuando descubrí, con una dolorosa mezcla de tristeza y resignación, que la autora de mis días ya no se levantaba de su silla ni siquiera para ir a la cama. Aun peor, apenas si comía si yo no estaba allí para obligarla, y sus ojos, pasase lo que pasase, permanecían siempre fijos en el reflejo de los cristales.
En pocas semanas adelgazó varios kilos, las canas le poblaron el cabello y su rostro se torno de un color amarillo macilento. Era, sin lugar a dudas, la viva imagen de una Penélope consumida por la espera.
Más de una vez traté de obligarla a que se levantara; me empeñé en llevarla al médico y le supliqué, incluso con malos modos, que saliera a la calle a respirar aire freso, pero era en vano; ella siempre se negaba.
—Tu padre pronto habrá de regresar —me decía una y otra vez como si a fuerza de repetirlo pudiera acabar siendo verdad—, y debo estar aquí para él. No quiero que piense que lo he olvidado.
Así que me encerré, más que nunca, en aquel pequeño cine que había conocido épocas mejore y allí, contemplando durante horas los amores de la generación dorada de Hollywood, traté de convencerme de que no había nada por lo que preocuparse.
Pero no fue así, y es que la vida real siempre es mucho más cruda que en las películas.
Una noche, tras las últimas nevadas de la estación, mi madre no pudo sostenerse más en la silla y se desplomó sobre el suelo con un golpe seco. Yo estaba en mi cuarto cuando sucedió aquello, pero oí el ruido de su caída y al no obtener respuesta a mis gritos bajé las escaleras corriendo.
Me la encontré tendida en el frío piso, y sin apenas respirar. Al parecer había perdido el conocimiento como producto del golpe, pero yo no podía saberlo y durante un instante me consumió el temor de que agonizara en mis propios brazos.
No recuerdo mucho de aquella noche. Sé que la cargué como pude, al fin y al cabo pesaba menos que un fantasma, y con la fuerza que da la desesperación salí a la calle.
No me importó siquiera que afuera hiciera un frío de mil demonios, que el viento helado del invierno me azotara el pecho desnudo, ni que la nieve se derritiera entre los dedos de mis pies descalzos. Lo único que verdaderamente temía era que ella antes de que pudiera llevarla al hospital.
A decir verdad, no sé bien cuanto tardamos en llegar hasta la clínica, pero puedo jurar que aquellas quince cuadras representaron los mil quinientos metros más largos de mi vida.
Pero por fin llegamos hasta el pequeño hospital. Tenía los dedos morados y probablemente al día siguiente cogería una gripe o, aun peor, una pulmonía; pero mentiría si dijera que no suspiré con alivio cuando vi que ella aun seguía respirando.
Allí le hicieron unos cuantos análisis, la conectaron a unos tubos extraños que me recordaron a las malas películas de clase B y finalmente, tras haber pasado toda la noche en vela, una enfermera se dignó a tranquilizar mis nervios, asegurándome que mi madre no se había hecho ningún daño de consideración.
Sin embargo, y empero a ello, me sugirió también la conveniencia de dejarla internada allí, un par de días al menos, hasta que hubiera recuperado las fuerzas.
—Es por su propio bien. —Me explico luego el anciano médico del pueblo—. Si sigue sin comer lo mejor será que le inyectemos un suero, o acabará por morir de inanición.
Yo asentí con la cabeza, aunque en el fondo no comprendía del todo lo que me decía. Aun estaba atontado por el shock y el miedo que había sufrido, y las palabras del facultativo me sonaban huecas a mis oídos; pero ella estaba bien y eso era lo único que me importaba.
Aquel primer día lo pasé por completo en el hospital, pero cuando la noche volvió a caer sobre nuestro pequeño pueblo una de las enfermeras me convenció para que regresara a mi casa.
—Tienes que comer, dormir, bañarte y echarte algo de ropa encima —me amonestó severa—. Aquí no sirves de nada, ni a tu madre ni a ti mismo. Ya te avisaremos si presenta mejorías.
Y así fue como, por primera vez en mi corta vida, regresé a un hogar que se hallaba vacío y cené en una sala donde ya no se percibía el perfume rancio de las rosa y los jazmines. Nunca me sentí tan solo como aquella noche.
Los “dos días” que había mencionado el médico se extendieron hasta el infinito, y durante todo lo que duró el invierno no volví a ir al cine. Pese a todos los esfuerzos que habían hecho los facultativos, las enfermeras y las psiquiatras mi madre seguía negándose a comer, y si bien su estado no empeoraba, tampoco mejoraba en absoluto, y su conciencia parecía cada vez más ida de la realidad; el suero era lo único que aun la ataba a este mundo.
Ya ni recuerdo la cantidad de pinchaduras que tenían sus brazos, y la verdadera odisea que representaba, para la mano temblorosa del anciano médico, inyectar la aguja en sus cada vez más delgadas venas.
Nunca fui un buen hijo con ella, lo reconozco, y ella tampoco fue una buena madre. Siempre hubo una brecha que nos separó a ambos. Pero aquel año, cuando por fin me di cuenta de que quizás su fin estaba cerca, me sentí enormemente vacío; vacío, solo y aterrado, por muy egoísta que suene. Uno nunca se da cuenta de lo que tiene hasta que lo pierde, o al menos eso es lo que siempre dicen todos.
De cualquier forma lo cierto es que ella, y aun en contra de mis funestos presagios sobrevivió varias semanas. La primavera llegó y yo, consumido como estaba por la preocupación, ni siquiera me di cuenta que tras los vidrios del hospital los cerezos comenzaban a mostrar sus flores. Mi vida parecía haberse detenido con las nieves del invierno y permanecía ajeno a todo cuanto me rodeaba, hasta que por fin un día una dulce voz conocida me trajo de regreso al mundo de los vivos.
—¿Dónde está? –escuché, casi como en un sueño, que preguntaba con desesperación una voz familiar.
Me di vuelta, con el corazón palpitando en la mano, y mis ojos de repente quedaron atrapados en la mirada esmeralda de Eugène. Por mucho que quiera me resulta imposible describir la emoción que me embargó al ver sus hermosos labios.
Súbitamente, sin embargo, cobré conciencia de que apenas si había salido del hospital en los últimos meses.
Estaba desaliñado, descubrí con vergüenza, sin bañarme, olía mal, y llevaba las mismas ropas sucias que había usado desde que mi madre se cayera de su silla. Y así, poco a poco, se fue desvaneciendo toda la excitación inicial que había despertado en mí la repentina aparición de Eugène.
—Vine apenas me enteré —dijo ella apretándose las manos con nerviosismo¬. Lo siento Cary, lo siento mucho… —Y yo comprendí que no lo decía sólo por lo de mi madre.
No sé bien porque, pero en aquel momento fue como si una barrera se levantara entre nosotros. En sus hermosos ojos verdes, me pareció notar, ardía culposa la llama de la pena y el remordimiento. Casi sin darme cuenta tuve una acertada premonición de lo que habría de venir luego.
—No me llamo Cary —le dije remedando una sonrisa amarga. Los dos veranos anteriores habían sido los mejores de toda mi vida, pero era hora ya de aceptar que no éramos niños, y asumir por fin las responsabilidades de nuestra nueva vida de adultos. Sin embargo las palabras brotaron de mi boca con mayor sequedad de la que hubiera querido
—Lo sé —contestó ella, y dos misteriosas lágrimas rodaron por sus mejillas—. Pero para mí, pase lo que pase, siempre seguirás siendo Cary el pequeño poeta.
En aquel momento lo olvidé todo. La locura de mi madre, los tres meses de pesadilla que había pasado, el dolor que me había provocado su huida un año atrás, y hasta la soledad que me consumiera en las largas noches del invierno. Teniéndola cerca de mí, estaba seguro, ya nada malo podía pasarme.
—Tienes razón —le dije contrito—. Perdona que haya sido tan duro, pero ya no me reconozco ni a mí mismo. A veces siento que esto es un mal sueño y cierro los ojos deseando despertar, pero todo es en vano.
Ella asintió con la cabeza, y la tristeza bañó su blanco rostro.
—Sé lo que se siente Cary. Créeme, nadie mejor que yo puede saberlo… —y antes de que hubiera podido terminar de hablar la asaltó otro de sus habituales ataques de tos.
Esta vez yo era más grande, me sentía más maduro y más seguro de mi mismo, no necesitaba seguir copiando modelos imposibles de películas irreales y, además, me había ya enfrentado cara a cara con la muerte, por lo que sabía exactamente como debía actuar en una situación así. Me acerqué despacio a ella, le acaricié con cariño la espalda, cogí su mano y, cuando termino de toser, quise estrecharla sobre mi pecho y darle un largo beso de reencuentro.
Ella, al principio, se relajó entre mis brazos, pero luego en su rostro se dibujo una oscura turbación, separó sus labios de los míos y se desprendió casi con violencia de mi abrazo.
—No Cary, no. —Dijo, y no supe dilucidar si en su voz había una súplica, un reclamo, o un gemido de indignación—. No podemos…
Un doloroso escalofrío me recorrió la espalda, y tuve una espantosa sensación de deja vú.
Hay miradas que dicen tanto como un beso, aprendí aquel día, y otras que duelen más que una bofetada.
—Lo siento Cary —continuó ella retrocediendo un par de pasos. Su rostro, pude ver, era un mar de llanto, y yo mismo, aun cuando no entendía lo que ocurría, sentía las lágrimas a punto de desbordarme por los párpados—. Te lo hubiera dicho antes, te lo juro, pero entonces me enteré lo de tu madre y no supe cómo actuar. Lo siento Cary —se repitió—, lo siento mucho, pero estoy comprometida.
Sentí como si un rayo me hubiera caído encima. Un atroz vacío se abrió en mi pecho, y de repente todo el mundo se tornó de un lúgubre color negro.
—No me mires así, por favor. —Siguió suplicando Eugène mientras se alejaba aún más de mí—. No te imaginas lo mucho que me duele todo esto. Por favor Cary, entiéndeme, no sabes cómo me siento.
Y entonces, claro está, lo entendí todo. La mierda de vida que me había tocado en suerte; las constantes y permanentes burlas que el destino se empeñaba en jugarme; el eterno abandono al que los hados me habían condenado y la interminable mala suerte que nunca había dejado de perseguirme. Y estallé, estallé con una rabia acumulada de años y años.
—¿Qué no sé cómo te sientes? —le grité tratando de ahogar el dolor que me consumía por dentro— ¡Claro que no sé cómo te sientes! ¡Si ni siquiera te conozco! No sos nada ni nadie Eugène, ¿me escuchas? ¡Nada! ¿Y sabes por qué? ¡Quizás porque estabas demasiado ocupada enamorándote de algún idiota mientras yo pasaba el invierno durmiendo en la sala de espera de un hospital!
Ella me miró, con sus dos enormes ojos verdes perlados por las lágrimas y la palidez de su rostro que la asemejaba a un espíritu. Nunca la vi tan frágil y delicada; parecía una débil y enfermiza rosa blanca siendo sacudida por un viento despiadado, pero aquello en lugar de tranquilizarme me enfureció aún más.
—¿Cómo se llama él? ¡Quiero saberlo! —seguí exclamando, pero ella se limitaba a llorare en silencio y no me respondía ni media palabra —¡Maldita sea Eugène, al menos me merezco saber su nombre!
—Alfred —logró finalmente balbucear ella. Sus ojos se habían desencajado por el miedo y su mano buscaba frenéticamente la manija de la puerta—. Se llama Alfred. Pero escúchame Cary, hay algo más que quiero decirte…
—¡Cary y una mierda! ¡Cary no existe tampoco! ¿Me oyes? Fue un sueño nomás, sólo un sueño; igual que tu. No quiero volver a verte nunca más Eugène, lo digo en serio…
Pero ella no se movía. Parecía congelada en la habitación, y sus labios se crispaban como si pugnaran por decirme algo que su mente se empeñaba en guardar en secreto.
Aquello fue demasiado para mí.
—Maldita sea Eugène. ¿A qué esperas? ¿Te interesa saber lo mucho que te odio? –le dije finalmente citando a su actriz favorita--. Te odio de tal modo que buscaría mi perdición para destruirte conmigo.
Fue entonces cuando, por fin, se decidió a abrir la puerta y salir de la habitación.
—Pues yo Cary –me dijo antes de irse, con la voz entrecortada por el llanto y una tos y dolorosa—, te sigo amando como siempre, aunque jamás puedas entenderme.
Y se marchó del hospital, dejándome sólo con mi pena, una madre que desvariaba y el recuerdo engañoso de un amor que jamás había sido tal.
“Siempre nos quedará Paris”, me había prometido ella una vez a modo de consuelo, y yo –idiota de mí- hasta le creí.
No recuerdo cómo pasé la tarde. Si sé que lloré, y mucho; que me rompí los nudillos golpeando paredes que no se doblegaban ante mi furia, y que le prometí a Dios que algún día se las tendría que ver conmigo. Y luego, como siempre, acabé por resignarme; después de todo, tras la tormenta siempre llega la tensa calma de la espera.
Por suerte, o desgracia, no debí ejercitar demasiado la paciencia, porque aquella misma noche, ironías del destino mediante, volví a verla.
Luego de descargar mi rabia con todo aquel que se cruzara en mi camino, había acabado por decidir que tenía que salir si o si de ese hospital para tratar de aclarar mis ideas y, aunque no sé bien los cómos y los por qué, lo cierto es que de repente me descubrí pisando la arena de nuestra pequeña cala secreta.
Y allí estaba ella, sujetada quizás por la burlesca mano de los hados, caminando también por la playa que, apenas un año atrás, nos había visto amarnos con la pasión de los grandes amores.
Siempre he sido débil, lo sé, y quizás por eso es que no pude evitar acercarme a su lado.
—Cary… —me saludó con tristeza. Sus ojos estaban más verdes que nunca y las profundas ojeras que tenía traicionaban una tarde entera de llanto. No obstante en aquel momento parecía tranquila.
—Eugène —le respondí con toda la frialdad que pude fingir—. Qué curioso verte por aquí. Cualquiera diría que ya lo habías olvidado.
—Nunca se te ha dado muy bien el sarcasmo, Cary --dijo ella sentándose sobre la blanca arena—. Lo tuyo siempre fue la poesía. ¿Crees que podemos hablar dos minutos como personas civilizadas?
Enarqué una ceja en un gesto que pretendía ser entre irónico y desconfiado.
—¿Hablar de qué?
—De todo —me contestó—. Y de nada. De ti, de mi, del por qué de mi decisión…
Ese era el momento que llevaba toda la tarde esperando, y me senté a su lado dispuesto a aprovecharlo.
—Bien, hablemos entonces. Estoy realmente intrigado
—¿Qué es lo que quieres saber?
—Quiero saber el por qué. Quiero saber cómo saca fuerza uno para hechizar de amor al otro y, sin previo aviso ni nada que se le parezca, luego abandonarlo para siempre. Quiero saber la verdad.
—La verdad… La verdad podría hacerte daño, mucho daño Cary. –Me advirtió Eugène.
Yo me reí sin gracia, e hice una mueca amarga.
—¿Más aun? —Pregunté, y entonces ella se echó a llorar de nuevo.
—Es mi culpa, lo sé --dijo entre lágrimas, mientras me buscaba con la mirada—. Pero créeme Cary, no fue una decisión fácil y estoy segura de que es lo mejor para los dos. Algún día quizás lo entenderás.
Mis ojos se prendaron con los suyos y, como por parte de magia, todo mi enojo desapareció; en su lugar, sólo quedó una tristeza infinita.
—No es tu culpa —le dije reviviendo en mi mente las imágenes de “Tu y yo”, el film que habíamos visto el día que nos conociéramos—. No es culpa de nadie de hecho. O quizás sí, quizás sea culpa mía. Yo estaba mirando hacia arriba, buscaba con mis ojos el cielo y tú estabas allí y yo, como siempre, cometí el error de creer en lo imposible. —Lentamente me levanté de su lado—. Pero he crecido ya, y me he dado cuenta que no existen los cuentos de hadas. Eso te lo debo a ti Eugène, así que gracias al fin y al cabo. Ojalá nos volvamos a ver algún día, tu sabes, quizás en otra vida.
—Cary ¿te estás escuchando? ¿estás bien? —pareció preocuparse ella, y yo volví a odiarla por hacer esa pregunta.
—Todo lo bien que se puede estar habida cuenta de que jamás fuiste sincera conmigo. No te preocupes Eugène, la noche siempre es más oscura antes del amanecer.
Y fue en ese momento exacto en que lo entendí. Por mucho que me costara debía apartarme de su lado, comenzar el duelo y rehacer mi vida; por lo que la despedí con un beso en la mejilla y luego, con pasos lentos y vencidos, me encaminé hacia el pueblo.
—¡Espera! —me gritó desde lejos—. ¡Cary espera! Hay algo más, algo que llevo toda la tarde queriendo decirte.
Me volví hacia ella. Ya era demasiado tarde.
—Francamente querida —le dije usando las frases finales de Gable en “Lo que el viento se llevó”—, me importa una mierda.
Y me marché para siempre, dejándola sola junto al mar, sus lágrimas y sus remordimientos.
Pasé tres días más en el hospital sin saber nada de ella, los tres días más dolorosos de mi vida, hasta que una tarde, por fin, una de las enfermeras se me acercó con un trozo de papel en la mano.
—Es para ti —me dijo—. Lo dejó una chica rubia que tosía demasiado.
Mentiría si dijera que mis manos no temblaban cuando desarrugué la hoja.

“Tenías razón, no fui sincera contigo, y lo lamento mucho.” Comenzaba diciendo la nota. “Pero, pienses lo que pienses, siempre te he amado. Las mujeres, como dijo Marilyn una vez, en ocasiones somos egoístas, impacientes y un poco inseguras; cometemos errores, perdemos el control y a veces somos difíciles de lidiar, pero no por ello amamos con menos fuerza. Te mereces un pedido de disculpas Cary; un pedido de disculpas y una explicación ¿Puedes encontrarme dentro del cine esta noche? Quizás, en realidad, lo único que quiero es despedirte y volver a besarte antes que sea demasiado tarde.
PD: Entenderé sino vienes. Además, ya lo sabes, pase lo que pase, siempre nos quedará Paris…”

Arrugué el papel con el puño y rompí su nota en mil pedazos. Ella, había comprendido al fin, no era Ilsa Llund y yo, pese a que a veces me esforzara en olvidarlo, en nada me parecía a Rick Blair. ¿Qué sentido tenía entonces seguir torturándome con el recuerdo de un imposible?
No acudí aquella noche a la cita que me había suplicado y hoy, tantos años después, todavía me arrepiento de haberme perdido aquel último beso.
Al día siguiente, descubrí al despertarme el hospital era un hervidero de gente. El tren nocturno, me dijo una de las secretarias, había descarrilado a pocos kilómetros del pueblo, y eran muchos los heridos y aun más los muertos.
Un oscuro presentimiento me consumió por dentro, y la culpa me asfixió, Una vez más, al parecer, el destino me gastaba una asquerosa jugarreta
Corrí, como un desesperado, hasta la sala de urgencias y allí la vi, recostada sobre una camilla, con sus largos cabellos dorados enrojecidos por la sangre y los labios pálidos, exangües. Sus ojos esmeraldas parecían a punto de cerrarse.
—Cary —alcanzó a susurrar entrecortadamente cuando me vio—. Sabía que podríamos despedirnos. —Una tenue sonrisa se había abierto camino por su rostro maltrecho —Perdóname Cary, por todo…
Antes de que tuviera tiempo de decirle nada una de las enfermeras cogió su camilla y la arrastró hacia el interior del quirófano. Nunca más volví a verla con vida.
Lo que duele más que un adiós es una partida sin poder siquiera decirlo. Un alejamiento en silencio, sin palabra; una despedida que no puede culminarse. Ese duro momento en que uno comprende, con la resignación que da el saberse atado de pies y manos, que ya jamás podrá decir aquellas últimas palabras que quedaron pendientes.
Esa misma tarde sus padres acudieron al pueblo para participar del funeral popular que el alcalde ofreció en honor a los fallecidos, y fueron ellos lo que me contaron la verdad de lo sucedido.
Eugène tenía, desde niña, una rara enfermedad terminal, y aquel último invierno los médicos le habían pronosticado que jamás lograría cumplir los veinte.
Había estado muy enamorada de mí, o eso al menos me dijeron, pero no podía tolerar la idea de cargarme con su pena. Y fue por ese entonces que conoció al tal Alfred. No lo amaba, pero él era simpático con ella, la cuidaba, la quería y estaba mucho más preparado que yo para enfrentarse a su ausencia.
Eugène sabía, con esa lógica que jamás logró explicarme, que yo me estaba enamorando de ella y que, de seguir por ese camino, podía llegar a morirme si algún día me faltaba.
Según me aseguró su padre ella pensaba, ingenuamente quizás, que sería mejor para mí la pena de una ruptura, antes que la eterna agonía de verla consumirse hasta la muerte. Además, le había confesado a él, yo ya había tenido demasiado cuidando a mi madre; no sería justo obligarme a velarla también a ella.
—Te amaba demasiado –me dijo la madre con los ojos nublados por el llanto—. Siempre decía que era afortunada por haber conocido al propio Cary Grant. No te quería hacer sufrir.
“Pues no lo logró”, pensé para mis adentros sintiendo como las lágrimas me nublaban la vista, “no lo logró”.
Aquel fue el momento en que comprendí, con absoluta certezam que la vida era una jodida mierda.
—Ten —me dijo el padre alargándome un sobre cerrado—esto estaba entre sus valijas. Es para ti.
Cogí la carta y la escondí entre mis ropas, no me sentía capaz de leer sus últimas palabras.
Fueron muchos los que aquella tarde se despidieron de sus seres queridos, y cuando finalmente me tocó a mí el turno de pronunciar un epitafio sólo pude decir con vos entrecortada:
—A veces se tarda sólo un minuto en decir hola, y toda una vida en decir adiós. —por fin comprendía la amarga realidad que había enloquecido a mi madre—. Adiós Eugène –agregué recordando su último suspiro--, perdóname a mí también, por todo…
Y me marché para siempre de aquel pueblo maldito que se había devorado mi niñez. No regresé, siquiera, cuando me llegó la noticia de que mi madre agonizaba.
Fui injusto, lo sé, pero no estuve allí cuando la enterraron, con su ya deshilachado vestido de gala y su peinado de domingo, junto a la tumba vacía de su amado.
Tampoco volví cuando supe que demolerían el viejo cine de mi infancia, y no permití que me afectara la noticia del traslado de los cuerpos de las víctimas del accidente.
Me hice grande, conocí el mundo, yací con muchas mujeres, me labré un nombre importante y puse todos mis empeños en olvidar el estigma de mi pasado; pero no pude. Eugène, hiciera yo lo que hiciera, se seguía apareciendo en mis sueños.
A pesar de ello, durante muchos años no volví a pisar un cine, y le rehuí a todas las películas, hasta que por fin hace un par de noches la tentación fue demasiado fuerte.
En una pequeña calle polvorienta, de esas que a menudo uno encuentra perdidas en las grandes ciudades, me topé –casi por casualidad- con un diminuto cine similar al que yo tanto había amado, y antes de que me hubiera dado cuenta ya había logrado colarme en su interior.
En realidad, descubrí, no se parecía en nada a la sala de mi adolescencia, pero la película que rodaban era muy buena, y por un instante logré olvidar mi eterna pena.
“De amor también se muere” rezaba su título, y aunque aquello me pareció una broma de mal gusto del destino, he de reconocer que por un par de horas volví a ser el niño que se escondía tras las butacas desvencijadas. Llegué a sentir, incluso, que ella estaba allí a mi lado, riéndose conmigo con las escenas más divertidas, y llorando las mismas lágrimas antes las desventuras de los enamorados.
Aquella noche, de regreso en mi casa, me atreví por fin a abrir la última carta que ella me había escrito. Dijera lo que dijera, pensé erróneamente, ya nada podía lastimarme.

“¿Quieres saber Cary que es lo que siempre me ha gustado de ti?” leí e inmediatamente las lágrimas del recuerdo acudieron prestas a mis ojos. “Que tardaste más de una semana en atreverte a hablarme; que me miras a los ojos y pareces querer hundirte en ellos; que improvisas poesía con cada uno de tus movimientos; que me provocas ternura, sobre todo cuando parece más aniñado de lo que realmente eres; que eres guapo y te parezco guapa; que me quieres cuando nadie más se atrevió a hacerlo; que lloraste y me maldijiste cuando tuve que abandonarte; que tus ojos dulces nunca me hacen sentir sola; que estas de igual atrapado que yo en una vida que te es esquiva; que creíste, junto conmigo, en la promesa de un París posible.”

Y fue entonces cuando lo entendí todo. Que éramos en realidad dos cuerpos con una sola alma, y que desde el día en que aquel maldito tren descarriló yo jamás había vuelto a estar completo.
Es por eso Eugène, querida mía, que hoy estoy aquí, en la secreta cala que descubrimos aquella noche, caminando lentamente hacia el mar, deseando que me envuelva en su abrazo sin fin.
Los cerezos están en flor, como los estuvieron hace tantos veranos, y con cada paso que doy siento tus labios cada vez más cerca. Tengo incluso la impresión de que he vuelto a tener quince años.
Un millón de palabras no pueden hacer que vuelvas, lo sé porque lo he intentado. Tampoco un millón de lágrimas. Lo sé porque he llorado hasta no poder más. Pero quizás sea yo el que tenga que ir hasta ti y tú la que durante todos estos años me ha estado esperando.
Porque me estarás esperando ¿verdad? Ya me imagino, incluso, tu sonrisa divertida y tus mohines de una niña que se niega a crecer. Sé que me dirás, citando a “Desayuno con diamantes”, que una persona no puede pertenecerle a nadie y que no dejarás que yo te enjaule, y sé también que, con mi mejor disfraz de George Peppard, lograré convencerte de lo difícil que es no amarte.
¿Sabes Eugène? El agua esta particularmente fría esta noche, y en su oscuro color verde parecieran reflejarse tus ojos color esmeralda. Tengo miedo, es cierto, pero me reconforta también la esperanza de volver a estrecharte pronto entre mis brazos. Después de todo, como tú misma dijiste, siempre nos quedará París  nuestro París, el tuyo y el mío.

lunes, 8 de octubre de 2012

El Último Film 3/4




El año que siguió a ese momento fue excepcionalmente duro, al menos para los que vivíamos en aquel pequeño pueblo. El otoño llegó pronto, la pesca fue mala, el tren interrumpió sus viajes y las nevadas del invierno nos tuvieron a todos encerrados en nuestras casas hasta bien entrada la primavera. Hasta el pequeño cine que me servía de escondite se vio obligado a atrancar sus puertas por tiempo indefinido, y aquello me dolió tanto como la partida de Eugène.
Me acostumbré entonces a vagar solitario por los rincones de mi cuarto, repitiendo una y otra vez los diálogos de aquellos films que habían quedado impresos en mi memoria:
—¿Te has olvidado de lo que es vivir sin dinero? —le preguntaba, histriónico, a las almohadas de mi cama—. Me he dado cuenta de que el dinero es la cosa más importante en el mundo, y no estoy dispuesto a que me vuelva a faltar. —Insistía con gestos grandilocuentes y ademanes pomposos―. Aunque tenga que matar, engañar o robar ―agregaba, obsequiándole a las frías paredes mi mejor interpretación de “Lo que el viento de llevó”― a Dios pongo por testigo de que jamás volveré a pasar hambre.
De vez en cuando mi madre se asomaba en la habitación, oía mis enfebrecidos soliloquios y meneaba la cabeza con preocupación.
—Oh Peter —murmuraba por lo bajo en una especie de letanía sin fin —este chico y yo te necesitamos más que nunca. ¿Cuánto tiempo más tardarás en volver?
Y entonces, súbitamente, mi pecho se desinflaba como herido por la flecha de William Tell, y me olvidaba hasta del recuerdo de Eugène.
A veces, lo juro, me invadía un impulso irrefrenable de acercarme a mi madre y llorar también sus lágrimas; o, aun peor, gritarle y decirle que ya era suficiente, que ella no era ninguna heroína clásica y que a mí no me sentaba bien el papel de Telémaco. Deseaba, mas que ninguna otra cosa, tener el valor suficiente para acercarme a su lado y suplicarle que rehiciera de una maldita vez su vida o, al menos, que no siguiera lastrando la mía con su pena.
Sin embargo siempre he sido cobarde y, pese a lo mucho que lo intente, jamás logré encontrar el coraje necesario para sacudirla de su demencia.
Ahora, muchos años más tarde, comprendo al fin que los dos teníamos nuestras propias locuras, y que –aunque en aquel momento no lo supiéramos- inmersos como estábamos en nuestros mundos de fantasía éramos realmente felices.
De todos modos, y por mucho que mi razón se rebelara ante aquel orden antinatural de las cosas, ella seguía siendo mi madre; y al verla deslizarse por la casa, con sus caminares perdidos, como un fantasma que no quiere resignarse a su incorporeidad, un nudo del tamaño del mundo entero se me formaba en el estómago.
Hubo una tarde, incluso, en que sin saber bien porqué me senté a su lado, le cogí la mano y traté de penetrar en el silencio de su dolor. Afuera, tras los cristales, la tormenta que nos había castigado durante todo el invierno arreciaba con su furia, y dentro de la casa una atmósfera de serena melancolía brotaba de las cortinas.
—Háblame de mi padre —le dije sabiendo que eran aquellas las palabras que ella había querido oír durante los últimos quince años.
Mi madre sonrió. Creo que fue esa la única vez que la alegría iluminó su rostro; y, cuando por fin sus labios volvieron a sellarse en su sempiterna mueca de desengaño, todavía tuvo fuerza para ir hasta su habitación, revolver unos cuantos baúles y regresar, finalmente, con un inmenso álbum de fotos que desplegó, cual velamen de un navío, delante de mis ojos.
Aquella noche, si la memoria no me engaña, cuando por fin logré conciliar el sueño tenía los ojos enrojecidos por el llanto. El que pocos años más tarde acabará sufriendo la angustia de una tristeza similar sólo demuestra que los dioses, el destino, el hado, el sino trágico, o quien sea que rija nuestras vida, tiene un sentido del humor de lo más particular.
Finalmente el invierno acabó, como lo hacen todos los inviernos. Los cerezos del pueblo se tiñeron con el rosa de la primavera y el cine volvió a abrir sus puertas. El tren reanudó su marcha, los pequeños botes de pesca volvieron hacerse a la mar y mi madre y yo, por suerte para ambos, pudimos por fin escapar de aquel lúgubre encierro y de nuestra mutua compañía.
La primera película que proyectaron durante la reapertura fue, si no me traicionan mis recuerdos de anciano, “Cantando bajo la lluvia”, y al ver a una pareja de enamorados bailando en el aguacero recordé, de repente, a Eugène y una nostálgica sensación de añoranza se adueñó de mi corazón.
Por suerte para mí ella cumplió su muda promesa y regresó aquel verano.
Estaba cambiada, o al menos así me lo pareció. Más alta, más seria, más madura; hasta su cuerpo había adoptado las curvas de una mujer hecha y derecha que no se correspondían con sus pocos años. Pero al verme su rostro recuperó la frescura de la infancia, y volvió a esbozar la misma sonrisa desvergonzada con la que me había despedido un año atrás.
Durante largas horas había fantaseado con aquel momento, imaginando -en mi mente- mil y un escenarios posibles para nuestro reencuentro. A veces era yo el que corría hasta su lado, con la premura del que se ha tropezado con lo que creía perdido, y en otras -las menos- me limitaba a observarla en silencio, esbozando la impávida mirada de John Garfield, a la espera de que fuera ella la que derramara las primeras lágrimas.
Sin embargo, su simple presencia bastó para echar por tierra todos mis planes, y de repente me invadió una incomprensible timidez.
La sonrisa de Eugène ardía en aquella oscura sala como el faro de Alejandría pero yo, cobarde como siempre, no me atreví a correr hasta ella, ni tampoco a gritar su nombre hasta que el eco de las paredes nos aturdiera a todos. Atiné, tan sólo, a saludarla desde lejos, con un frío ademán de la mano, y mientras lo hacía comprendí, por fin, que todos mis dorados planes habían sido sólo los últimos estertores de una infancia que agonizaba.
Ambos éramos grande ya, traté de convencerme a mi mismo, y no teníamos edad para cuchichear por el pasillo arruinándoles la función a los demás, por lo que, mientras la cinta de celuloide desgranaba las imágenes de “Desayuno con diamantes”, mantuve la compostura y me quedé inmóvil sobre mi desvencijada butaca.
Cuando por fin los últimos créditos invadieron la pantalla, fue ella la que se acercó a mi lado.
—¿Me has esperado? —Me preguntó, y nunca pude saber si la ansiedad que ardía en su mirada era real o un imaginario producto de mi deseo.
Guardé silencio durante unos instantes. Aquella era una pregunta sencilla, pero yo ya estaba acostumbrado a que con Eugène las cosas nunca eran tan fáciles como parecían.
—¿Tu que crees? —contesté finalmente yo, a la desesperada, para ganar algo de tiempo. Mi corazón seguía ardiendo por ella, pero no estaba muy seguro de lo que debía contestar. ¿Si le confesaba mi amor y ella no me correspondía? O aun peor ¿dónde podría esconderme si ella se echaba a reír ante mi improvisada revelación?
—¡Oh! —dijo Eugène algo sorprendida por mi respuesta, y sus labios se fruncieron decepcionados. ¿Qué ha sido de Cary, el pequeño poeta?
—Ha crecido, supongo. Como todos, incluida tú. Peter Pan sólo puede existir en Nunca Jamás, eso lo saben todos.
Un delicioso mohín de disgusto se pintó en su semblante.
—Demasiado prosaico, no era así como te recordaba. –Hizo una larga pausa y por un instante temí que se marchara—. Sin embargo —agregó por fin tras un silencio que se me antojó eterno— no has contestado mi pregunta: ¿Me esperaste?...
Su transformación, descubrí al escucharla, no era sólo física sino también mental, y me di cuenta que estaba a punto de abandonarme.
Si no permitía que mis sentimientos por ella vieran la luz, entendí de repente, huiría para siempre de aquel oscuro cine y yo jamás podría perdonármelo.
—Por supuesto que te he esperado —me decidí a jugármela el todo por el todo—. Jamás el invierno fue tan largo –confesé por fin, sintiendo que me ardían las mejillas.
Ella esbozó una sonrisa risueña.
—En el fondo no has cambiado Cary…
Yo la miré a sus profundos ojos verdes, y estoy seguro de que mis palabras sonaron tristes.
—No me querrías si lo hiciera ¿verdad?
—¿Tu seguirías amando a este cine si lo transformaran en una tienda?
Negué con la cabeza comprendiendo a donde quería llegar.
—Y si prometiera no cambiar --le pregunté con toda la frescura e ingenuidad de la adolescencia― ¿Serías mía por siempre?
La risa repentina de Eugène sacudió los sueños dormidos que atesoraba aquella sala.
—¿Crees acaso que te pertenezco?― Me preguntó, con ademán sugerente, cuando logró por fin logró controlar sus carcajadas. Yo no era precisamente una lumbrera, pero no hacía falta ser muy inteligente para darse cuenta que estaba copiando la frases exactas de la heroína de la película que acabábamos de ver.
—¿Me lees la mente? Exactamente es eso lo que me gustaría creer —contesté siguiéndole el juego.
—Pues no se como lo haces, pero hasta consigues que esa perspectiva suene halagüeña —reflexionó ella apartándose bastante del libreto― ¿Me prometes no cambiar entonces?
—¿Me prometes ser mía por siempre? —contraataque yo, sin estar muy seguro de si Eugène hablaba en serio o en chanza.
—Por supuesto que no –se rió ella. Al parecer se divertía sinceramente con todo aquello― ¿Quién en su sano juicio puede prometer algo así? Sólo el tiempo sabe lo…
No pudo continuar porque un súbito acceso de tos ahogó su risa y la obligó a doblarse por la mitad.
No supe que hacer, lo reconozco, nunca había visto a nadie toser de aquella forma y durante tanto tiempo. Eran tan fuertes sus espasmos que por un instante me aterró la idea de que muriera allí mismo, ante mis manos incapaces y mi mirada impotente.
Estoy seguro que de haber encarnado las pieles de Marlon Brando o Paul Newman me las hubiera ingeniado, con las artimañas de las que siempre hacían gala en la gran pantalla, para sostenerla entre mis brazos protectores mientras le ofrecía galante un pañuelo. Pero yo era tan sólo un pobre muchacho demasiado asustado como para hacer nada y, mientras el pánico se extendía por el cuerpo, me quedé en silencio, con el rostro demudado por la preocupación, aguardando a la desesperada que ella dejara de toser.
―¿Estás bien? ―le pregunté alarmado cuando por fin logró recuperar la respiración.
Ella asintió con la cabeza.
—No es nada —contestó entre jadeos entrecortados—. Ya se me pasará, no te preocupes.
«¿Cómo puedes pretender que no me preocupe?», quise decirle con enojo. Pero antes de que hubiera podido reprenderla sus labios se encontraron con los míos y de repente ya nada más importó.
Nos besamos con la avidez de quienes se han deseado durante largos meses; con la desesperación de quienes se creían perdidos; con la locura de quienes temieron haber despertado de un hermoso sueño, y aquella tarde, por primera vez desde que nos conociéramos, abandonamos el cine juntos y dimos un paseo por el pueblo tomados de la mano.
—¿Qué es lo que más deseas? —me preguntó una noche, a la sombra de un acantilado, mientras veíamos las olas estrellarse contra los peñascos.
Recuerdo que me tomé un largo instante para meditar, y es por eso que sé, a ciencia cierta, que la respuesta que di fue la más sincera que pude encontrar:
—Desearía nunca haberte conocido —admití, e incluso a mis propios oídos las palabras sonaron demasiado apenadas—. Porque así podría irme a dormir todas las noches sin la angustia de saber que hay alguien como tú allí afuera…
Ella me miró con extrañeza.
—¿Sabes? ―señaló por fin― eres realmente un chico raro. La mayoría hubiera pedido dinero, un viaje, fama, belleza o incluso una noche junto a su mujer soñada; pero tu, en cambio, sólo quieres olvidar. ¿Por qué?
—Porque ya he probado en carne propia el sabor de las pérdidas —suspiré yo, y en aquel momento mi mente se oscureció con el recuerdo de una silueta que esperaba bajo una ventana―. ¿Qué sería de mí si el día de mañana te perdiera? ¿Qué sería de nosotros si ya no volviéramos a vernos?
—Si algo nos pasara a cualquiera de los dos― contestó Eugène evocando a Casablanca― siempre nos quedará parís. Eso será eterno—. Y no supe si alegrarme ante su promesa o desconsolarme por la triste premonición que irradiaban aquellas palabras.
Transcurrieron así las semanas más felices y, al mismo tiempo, las más angustiantes de mi corta existencia. Todo comienzo, tarde o temprano, tiene un final, y mientras los días se sucedían en una rápida proyección de películas, besos y paseos por la playa, yo comenzaba a comprender con tristeza que pronto aquel verano se habría perdido para siempre.
—A ti te pasa algo —me dijo mi madre en uno de sus escasos momentos de lucidez—. Ya no pareces el mismo de siempre.
¿Cómo podía explicarle la inmensidad de todo cuanto estaba ocurriendo si seguramente ella seguía pensando en mi como el niño que aun esperaba a su padre?
—No me pasa nada, en serio. —Le mentí tratando de tranquilizarla.
Ella arrugó su marchito entrecejo.
—Quizás nunca haya estado para ti cuando lo necesitabas —dijo, y sentí tristeza ante la mirada mustia que se adueñó de su rostro— pero soy tu madre, te llevé en mi vientre y sé cuando algo te ocurre.
Me encogí de hombros fingiendo incomprensión.
—Soy feliz, quizás sea eso…
No sé si me creyó o no, pero su mirada adoptó de improviso una expresión melancólica y luego sus ojos se perdieron tras los cristales de la ventana.
—Nosotros también éramos felices hijo, muy felices, y luego el barco de tu padre se hundió en el mar. Hazme caso, desconfía de la felicidad…
Aquel súbito arranque de entendimiento me cogió totalmente por sorpresa. Era la primera vez, en muchos años, que la escuchaba reconocer el naufragio de mi padre y, mientras me esforzaba por salir de mi azoramiento, me permití por un instante concebir la esperanza de que por fin hubiera logrado superarlo.
Una vez más, y como siempre a lo largo de mi vida, estaba equivocado.
—De todos modos entiendo que no quieras contarme lo que te pasa, yo soy sólo una mujer—continuó ella sin darse cuenta de su anterior lucidez— pero ya pronto regresará tu padre y él, de seguro, sabrá adivinar lo que te ocurre.
Yo asentí con la cabeza, disimulé una lágrima y la besé en la frente antes de irme corriendo. Ella olía a perfume, como siempre; a rosas y jazmines, la colonia favorita de mi padre; Pero el aroma no era ya dulce y fresco sino denso y pegajoso. Con el tiempo, al parecer, la fragancia también había acabado por marchitarse.
Reconozco que aquella tarde no me sentí con fuerzas siquiera para ir al cine. Pero el verano estaba llegando a su fin, y no quería perderme ni tan sólo una hora de la compañía de Eugène, por lo que me si bien no entré a la sala me senté cabizbajo en el marco exterior de la puerta, esperando a que ella saliera.
Su desconcierto al verme fue tan grande que por un instante olvidé mi pena, pero luego todo regresó a mi memoria, y cuando ella me abrazó dos gruesas lágrimas rodaron por mi mejilla. Siempre he sido muy emocional, demasiado incluso, pero aquella era la primera vez que Eugène me veía llorar y yo me sentía morir de la vergüenza.
Ella, sin embargo, pareció tomarse las cosas con calma; me llevó de la mano hasta la sombra de un bosquecillo de cerezos y allí, ocultos a la mirada de todo el mundo, me pidió que le contara lo que me pasaba.
Lo último que recuerdo de aquella noche es su dulce voz arrullándome quedamente, mientras por lo bajo me decía que sí, que lo entendía, y que todo habría de salir mejor.
Finalmente llegó Marzo y junto con él el equinoccio. Aquel breve estío había transcurrido incluso más deprisa que el anterior, aunque parezca imposible, y cuando nos quisimos acordar ya había llegado la hora de rehacer las valijas.
Para despedirnos nos citamos, como no podía ser de otra forma, en el pequeño cine de siempre; y mientras afuera el sol agonizaba con sus últimos rayos, nosotros comenzábamos a comprender que aquel podía ser el fin que ninguno había deseado. El triste desenlace que jamás se mostraba en las películas.
En la descascarada pantalla Rita Hayworth encarnaba a la Gilda de mis sueños, y mientras la platea masculina vibraba con sus sensuales movimientos, Eugène suspiraba adormilada sobre mi pecho.
—Odio las despedidas—dijo quedamente, y yo asentí en silencio sin poder apartar mi vista de su mirada color esmeralda. En aquel momento, me parece rememorar, ni siquiera me importó que la actriz más sensual de todo Hollywood estuviera desprendiéndose de su largo guante negro, yo sólo tenía ojos para Eugène.
Cuando terminó la función los dos partimos, en silencio, rumbo a una pequeña cala escondida que habíamos descubierto. Sabíamos que era nuestra última noche juntos y aquella certeza nos consumía por dentro.
Allí, con el rugido del mar de fondo y la brisa arañando nuestros rostros, nos envolvimos en un beso eterno.
De repente, y sin que mediara ninguna palabra, sus manos se deslizaron por mi cuerpo y las mías desabotonaron el escote de su vestido.
—¡Espera!—Dijo ella antes que tuviera tiempo de desnudarla por completo. Me di cuenta que su rostro estaba enrojecido y que a duras penas reprimía un inoportuno acceso de tos—. Dame un minuto Cary…-
—¿Pasa algo? —pregunté yo.
—Es que no he estado nunca a solas con un hombre, ni siquiera vestida –se sonrió ella con picardía mientras parafraseaba a “Vacaciones en Roma”—. En ropa interior debe ser aun más extraño…
—No tenemos que hacer nada que tu no quieras— me apresuré a decir galante, aunque en aquel mismo instante un fuego devorador me recorría todo el cuerpo.
Su risa cristalina espantó a las gaviotas.
—¿Y quien dijo que yo no quiero? Sólo estaba tratando de recuperar el aliento —contestó con una sonrisa divertida, al tiempo que su boca buscaba nuevamente a la mía.
Podría decir muchas cosas sobre aquella noche: que nuestros cuerpos se entrelazaron con la pasión de la inocencia, y nuestro deseo halló su colofón dentro las formas del otro. Que la luna fue testigo muda de la pasión con la que nos amamos, y que la sal del mar bañó nuestro entusiasmo. Podría incluso, si así lo quisiera, componer versos sobre la dulce arena de la playa, decir que jamás volví a sentir el placer de aquel crepúsculo, e improvisar una oda al ardor de los amores juveniles.
Sin embargo, es ese un recuerdo demasiado hermoso para mí, y no creo que resultara justo compartirlo con nadie más. Por ello, en definitiva, lo único que diré es que aquella noche nos acostamos siendo niños que jugaban al amor y nos levantamos como adultos que dejaban atrás la infancia.
—¿Me amas Cary?—Creo recordar que me preguntó en un momento de la noche.
—Amar es una palabra demasiado débil para lo que siento— le contesté yo, repitiendo las palabras de otro film. Pero esta vez, aunque la frase no fuera mía, el sentimiento me pertenecía por completo.
Al día siguiente, cuando desperté, el sol estaba alto ya en el cielo, y Eugène se había ido de mi lado sin siquiera saludarme
Los besos más difíciles son siempre los últimos, y ella –al parecer- había preferido no someternos a ambos a la tortura de una despedida sin fin.
Regresé corriendo al pueblo, alimentando en mi pecho la secreta esperanza de que aun no fuera demasiado tarde, pero cuando llegué hasta el hotel donde se alojaban el botones me informó que ya habían partido.
—Se fueron con las primeras luces de la madrugada —me dijo—. Si me lo preguntas te diré que parecía como si temieran que algo o alguien los persiguiera.
Y volví a quedarme solo entonces, con todo un año por delante y la añoranza de una única noche para paliar su ausencia.



lunes, 24 de septiembre de 2012

El último film 2/4


Pasé la noche entera sin poder dormir y al día siguiente, cuando por fin llegó la hora que tanto esperaba, el corazón me dio un vuelco. Ella no estaba en la sala del cine, y yo, ingenuo de mí, no tenía la menor idea de por dónde empezar a buscarla. Una vez más, el destino me mostraba su lado más amargo.
Me senté a ver la película, más por costumbre que por otra cosa, y estoy seguro que la derrota se leía en mis ojos. A decir verdad, ni siquiera recuerdo que film era aquel, y es que mi mente no lograba concentrarse en la proyección. Me maldecía a mi mismo por no haber logrado obtener de ella más que su nombre, y repetía en mi interior una y otra vez la conversación que habíamos tenido la tarde anterior tratando, en vano, de descubrir que podía haber dicho para espantarla.
—He caído en la cuenta —me susurró de repente una voz conocida detrás del oído— que tu no me has dicho tu nombre…
Debí hacer un verdadero esfuerzo por no saltar de alegría y, al mismo tiempo, fue tal la emoción que me invadió que no pude musitar ni media palabra.
—Tu nombre —insistió Eugène—. Debes tener uno ¿verdad? Todos tienen un nombre.
—Cary —respondí por fin yo, tratando de fingir una relajada indiferencia que no sentía en absoluto.
—¿Cary? Cary es un nombre absurdo —se rió ella por lo bajo—, a no ser que te apellides Grant. Vamos, en serio, ¿Cuál es tu nombre?
—¿Y eso que importa? Cary suena bien—. Su mera presencia había erradicado todos mis miedos como por arte de magia y ahora, recuerdo que pensé en aquel momento, me podía permitirme el lujo de jugar la baza del misterio. Lo único que lamentaba era no tener un puro o un cigarro con el que improvisar el decir lacónico de los galanes a los que yo tanto admiraba.
—Tienes razón —contestó tras tomarse unos instantes para meditarlo—. Cary y Eugène… si hasta parece sacado de una de esas filminas que cuelgan de la pared…
No pudo seguir hablando. El cine, como siempre, estaba casi vacío, pero los pocos espectadores que nos rodeaban comenzaron a murmurar fastidiados. Nuestro cuchicheo, al parecer, era imperdonable en una sala de aquellas dimensiones, y desde su ubicación detrás del proyector mi amigo el encargado nos rechistó para que nos calláramos.
—¡Uy! —Se rió Eugène— ¿Tú crees que se atrevan a echarnos si...? —Un repentino acceso de tos la dejó sin aliento e impidió que terminara la frase—. ¡Dios Santo!—masculló cuando recuperó el aliento―. Lo siento Cary, pero debo irme ¿Mañana aquí de nuevo? —Me quise dar vuelta para contestarle pero antes de que pudiera hacer nada ella ya había desaparecido por el pasillo.
—Que a una chica le gusten las mismas cosas raras que a ti —me dijo el proyeccionista cuando terminó la función— no significa que sea tu alma gemela. —Pero yo era joven, romántico y creía en los amores eternos, por lo que ni siquiera me tomé el trabajo de escucharlo.
De cualquier forma, y pese a su fúnebre presagio, aquel fue un buen verano. Eugène y yo nos seguimos encontrando las tardes siguientes, nos reímos con las mismas películas, lloramos el desamor de nuestros actores favoritos e hicimos enfurecer a mi amigo el encargado del cine. A veces, incluso, ella se quedaba conmigo luego de la función y así, poco a poco, fui conociendo más acerca de su vida.
Tenía quince años en ese entonces, la sonrisa presta y los pulmones frágiles. Tosía mucho y con fuerza, casi como si su pecho quisiera escaparse de su boca. El médico, me enteré luego, tras hacerle muchos análisis había meneado la cabeza con tristeza y les recomendó a sus padres, con la desesperación del que lanza manotazos de ahogado, que la llevaran a pasar algunos días en la playa, para que el aire marino la fortaleciera.
Eugène, sin embargo, aborrecía la arena y el agua del mar, y en cuanto podía se escapaba del sol, las multitudes y el calor para a refugiarse junto conmigo entre las butacas de aquel cine que ya nadie visitaba.
Aprendí también que su mente estaba tan llena de sueños como la mía y lentamente, a medida que transcurrían los días, fuimos acostumbrándonos el uno al otro a nuestra mutua compañía.
Una tarde, luego de ver juntos “Vacaciones en Roma”, me sentí particularmente inspirado, le cogí la mano, y mientras sostenía que la belleza de Audrey Hepburn palidecía en su comparación, le confesé que a veces tenía miedo de ahogarme en sus esmeraldas ojos de mar.
—Vaya —se burló ella— de todos los hombres que hay en este pueblo tenía que tocarme un pequeño poeta—. Pero en el fondo parecía complacida y durante toda la tarde no me soltó la mano. Dese entonces, y para siempre, fui Gary el pequeño poeta…
Aunque, en realidad, “siempre” es demasiado tiempo, sobre todo para dos niños que juegan a descubrir el amor.
El cielo estaba plomizo y gris la tarde en que ella me anunció que debía marcharse. En el viejo proyector se enredaba la cinta de “Casablanca”, y mientras en la pantalla las hélices de un avión anunciaban su partida Eugène me acarició con cariño la mejilla.
—¿Volveremos a vernos? —Le pregunté, mientras luchaba en silencio contra las lágrimas que pugnaban por brotar de mis párpados. Unas semanas atrás, me di cuenta desolado, ni siquiera la conocía, y ahora se me antojaba imposible el pasar todo un año alejado de su sonrisa nacarada.
—Quién sabe —contestó ella, enigmática, delineando con sus dedos la silueta de mi pómulo— todo es posible…
Era joven aquel verano, y no había aprendido todavía que todo cuanto hacen las mujeres siempre obedece a un principio desconocido, por lo que me permití interpretar esa caricia como una invitación a algo más, y copiando aquella sonrisa de los galanes de la pantalla le dije:
—Esperaré entonces. –Incluso en mis propios oídos las palabras sonaron demasiado trémulas.
—¿A qué?
—A que te enamores de mí…
Los ojos verdes de Eugène ardieron divertidos, cautivando con su brillo a los míos.
—Si es así, mi pequeño poeta, no creo que tengas que esperar demasiado. —Y en el silencio que siguió ambos nos devoramos con la mirada.
Si, fueron miles los primeros besos que nos dimos contemplándonos sin que ninguno se atreviera a decir ni una palabra, y cada una de esas miradas guarda un lugar especial en mi corazón. Sin embargo, el verdadero momento sublime de aquella tarde fue cuando por fin, con la perfección acompasada de una orquesta, mi boca se movió al encuentro de la suya y sus labios color cereza sangraron dentro los míos.
No sé bien cuanto duró aquel beso, pero en aquel momento –lo juro- se me antojó eterno.
Hoy, muchos años después, creo recordar que el reflector aún no había emitido los últimos créditos de la película cuando ella, insondable como siempre, se levantó en silencio y huyó sin volver la vista atrás, dejándome sólo y abandonado en un cine que sangraba la despedida de los amantes de Casablanca.
Cuando una chica te besa y escapa siempre se lleva consigo algo de ti, y aquella tarde -debo reconocerlo- derramé unas cuantas lágrimas…

jueves, 6 de septiembre de 2012

El último film 1/4


El último film


El primer beso de un hombre, creo recordar que dijo alguien alguna vez, no se da con los labios sino con los ojos, y la nostalgia de aquel momento dura toda una vida. El mío, por supuesto, no fue la excepción.
Han pasado ya muchos años desde aquel entonces. Eternos inviernos que devoraron para siempre la promesa de nuestros labios buscándose en un estío lejano. Oscuros e interminables años que consumieron la memoria de un verano donde mi piel conoció a la suya. Decenas de cuerpos sudorosos de otras mujeres que asesinaron en mi mente el recuerdo de su sonrisa. Y sin embargo, en las largas horas de vela que atormentan mis noches, es siempre ella la que acude a mi memoria.
Estoy viejo; viejo, cansado y vencido por una existencia que me ha sido esquiva. Se escurre, como agua entre los dedos, la arena de mi vida, y junto con ella se pierden también los sueños de mi malograda juventud. Pero pese a ello, y por mucho que lo intente, no consigo olvidar el recuerdo de aquel par de ojos esmeralda sellando mi destino.
En cierto modo, podría decir -emulando a Humphrey Bogart- que nací cuando ella me besó, viví el tiempo que me amó y morí el día que me abandonó.
Tenía quince años en aquel entonces, un incierto futuro en blanco por delante y una pasión culposa de esas que nos avergonzamos en confesar. La mía, a diferencia de otras, a nadie le hacía mal, pero no por ello resultaba menos pecaminosa. Todas las tardes, a la salida de la escuela y cuando creía que nadie me veía, me introducía a hurtadillas en un pequeño cine que casi siempre estaba medio vacío, y mataba las horas contemplando los amores, en blanco y negro, de aquellas personas con las que soñaba parecerme algún día.
Vivía con mi madre en una pequeña aldea que besaba la costa. Mi padre había muerto, mucho antes incluso de mi nacimiento, y la única figura paterna que yo reconocía eran los galanes de películas como “Con faldas y a lo loco”.
—Pasas demasiado tiempo en ese cine ¬—me reprendía mi madre en los escasos momentos en que se percataba de mi existencia—. Si tan sólo tu padre siguiera vivo…
Pero no lo estaba; una tormenta había hundido su barco, y en el pequeño cementerio que se alzaba sobre la única colina del pueblo, una lápida gastada y un féretro vacío eran todo cuanto quedaba de su memoria.
En aquel momento, y aunque eso no sirva de excusa, yo era muy pequeño; desconocía el dolor de las pérdidas, y no podía entender porque mi madre malgastaba sus días, y con ellos los mejores años de su juventud, sentada bajo el alféizar de la ventana, aguardando -con su mejor vestido de gala y un peinado de domingo- a que regresara alguien que jamás podría retornar.
Era aquella, de algún modo, una imagen entre dolorosa y grotesca, que lastimaba mis sueños infantiles y marchitaba la visión gloriosa que yo tenía del mundo, del amor y de las esperas. Por esto quizás, con el cruel e ingenuo raciocinio propio de esos pocos años, había preferido huir a cualquier otro sitio, antes que pasar las tardes llorando la ausencia de alguien a quien jamás había conocido.
Y fue, justamente, en una de mis tantas horas de fugitivo sin esperanzas que descubrí -casi por casualidad- la existencia de una pequeña puerta trasera, al fondo del oscuro callejón donde vivíamos, que me permitía colarme -con el silencio cómplice del encargado- entre las butacas de un cine antiguo y marchito cuyas cortinas, saltaba a la vista, suspiraban por años mejores.
Allí pasaba yo mis tardes, sentado sobre un asiento herrumbrado que rechinaba al inclinarme. Y mientras mi madre asesinaba las suyas tratando, en vano, de revivir el mito de Penélope, yo soñaba, amaba, maldecía, viajaba y crecía hipnotizado por el sereno influjo de una pantalla en blanco y negro.
Y fue allí también donde la conocí a ella, para eterna perdición de mi alma, y ya nada volvió a ser lo mismo.
Era el mío un pueblo con mar, como canta Sabina, y verano tras verano sus polvorientas calles se poblaban de turistas que venían a vacacionar desde la gran ciudad.
Durante el invierno sólo el viento, el polvo y el rugido de las olas empañaban la tranquilidad de la aldea; pero cuando llegaba el estío las playas se colmaban, los bares se abarrotaban de obesos y tristes oficinistas y la paz del villorrio se alteraba con los gritos de las madres que peleaban con sus hijos. Por las noches la ciudad se engalanaba con sus mejores atuendos, el pequeño tren que nos ataba a la civilización duplicaba sus horarios, y todo era fiesta hasta que los primeros fríos del otoño amenazaban con su presencia.
Yo, por lo general, escondido como estaba siempre en aquel cine de puertas estrechas y pantalla descascarada, solía permanecer ajeno al bullicio que traía consigo la estación del sol; pero aquel verano de mis jóvenes quince años mi vida iba a dar un vuelco que jamás hubiera imaginado.
La vi, por primera vez, durante una proyección de “Tú y yo”. Y mientras Cary Grant y Deborah Kerr se comprometían a encontrarse en el Empire State, comprendí –con el fatalismo del propio Edipo- que la madeja de mi destino quedaba sujeta para siempre a los dulces caprichos de aquella muchacha.
Ella era hermosa, o al menos así me lo pareció a mí. Rubia, delicada y frágil como las primeras nieves del invierno, con una tez blanca que resaltaba el esmeralda profundo de sus ojos de mar. Su belleza de rasgos clásicos nada tenía que envidiar a la propia Marilyn Monroe, y cada vez que inclinaba la cabeza agitando los cabellos yo sentía que se me entrecortaba la respiración.
Tardé mucho tiempo en coger el valor suficiente para hablarle, demasiado quizás, y tengo que reconocer, aunque me avergüence el confesarlo, que aquella fue la primera de muchas tardes que compartimos en un impenetrable silencio.
Durante los días siguientes apenas si presté atención a la pantalla del cine. Y es que, aunque no lo quisiera, a cada instante mi mirada se perdía en los infinitos recovecos de la suya, se deslumbraba con sus más nimios ademanes y luego, con la cobardía que siempre me ha caracterizado, huía apresurada cuando la muchacha hacía ademán de corresponderla.
Era hermosa, pero eso lo he dicho ya, y parecía ejercer un extraño influjo sobre mí. Su sonrisa, hubiera dicho un aedo antiguo, resplandecía más que el carro del mismo Helios, y la promesa del estío parecía arder en sus dientes nacarados.
Aún hoy, tantos años después, cada vez que rememoro su imagen mis ojos se pierden con una expresión ensoñadora y luego, haga lo que haga, no encuentro la forma de arrancarla de mi pensamiento. En aquel momento, si mal no recuerdo, hasta llegué a sospechar que esa muchacha era en realidad la reencarnación de la propia Circe, y que me había embrujado la razón con un poderoso conjuro.
Cuando por fin me atreví a hablarle el viejo proyector del cine rodaba, por enésima vez, “La tentación vive arriba”, pero ni siquiera el revuelo de faldas de Marilyn logró distraerme del propósito que durante días había estado madurando.
—¿Sabes? —le dije acercándome despacio a ella, y aprovechando que en aquel momento se enjugaba un par de lágrimas de la mejilla —eres la primera persona a la que veo llorar con esta película…
—Y tú —me dijo ella sin apartar la vista de la pantalla— eres la primera persona que tarda más de una semana en atreverse a iniciar una conversación.
Me quedé helado, y todo el discurso que llevaba días preparando feneció sin haber nacido.
—Vamos —Insistió ella, riéndose del miedo que atenazaba mi garganta—. ¿Un chico como tú que pasa tantas horas en el cine se queda sin palabras ante el primer desplante de una dama?
—En mi defensa —dije yo, consiguiendo finalmente articular palabra—debo decir que no eres una dama cualquiera…
Por un instante en sus dientes de marfil brilló la sombra de una sonrisa.
—Supongo que esperas que me sienta halagada. Pero estoy segura que si lo intentas con más ahínco hasta puede que te salga mejor.
Me reí con ella.
—No existe una segunda oportunidad de causar una buena impresión.
—Pareces muy convencido de ello. ¿Si tú mismo te rindes antes de empezar como te las ingeniarás para no salir derrotado?
En circunstancias como aquella, todos lo saben, lo mejor que puede hacer un hombre es encogerse los hombros con un ademán de dolida resignación
—Me has derrotado desde el primer día que cruzaste esa puerta —contesté jugando a la estrella de Hollywood—. ¿Qué defensa puede oponer alguien como yo ante semejante despliegue de artillería?
Ella aplaudió sinceramente alborozada.
—¡Bravo! —Me felicitó—. Por un instante hasta te has parecido a Clark Gable…
—¿Y tú eres Carole Lombard? —contesté yo, aliviado con el rumbo que tomaba la conversación. Si el tema era el cine, yo era capaz de pasar toda la noche entera discutiendo.
—Ellos tuvieron un final trágico, ¿No te da miedo saberlo?
Si pensaba que me podía amilanar tan fácilmente no sabía con quien estaba tratando.
—También lo tuvieron Píramo y Tisbe, Tristán e Isolda, Romeo y Julieta…
—Vaya—se sorprendió—un chico ilustrado además. Lástima grande que no te atrevieras a hablarme antes, hubiéramos podido charlar de tantas cosas… ¿Sabes? Tengo que irme, me están esperando, pero volveremos a vernos, ¿Verdad? —Y mientras hablaba, se levantó de la butaca, juntó su pequeño bolso y me dio un ligero beso en la mejilla que me dejo sin respiración.
—¡No me has dicho cómo te llamas! —alcancé a gritarle antes de que su silueta se perdiera tras la puerta, cuando por fin recuperé el sentido.
—Tampoco me lo has preguntado —se rió ella con un gesto de coquetería--. Eugène, me llamo Eugène. —Y su nombre me trajo lejanas reminiscencias del río Siena y la Torre Eiffel...

lunes, 6 de agosto de 2012

Melancolía en el andén


Hace frío, mucho frío. La escarcha del alba se adueña del adoquinado y avanza por las paredes de los viejos edificios. Hoy ha amanecido tarde, y una densa neblina gris se cierne sobre la ciudad, cubriendo con su mortecino manto todo cuanto la vista alcanza. En mañanas como estas, uno casi llega a sospechar que la noche ha vencido al día.

El suelo esta resbaladizo por el hielo y, al caminar, mis huellas van quebrando los helados cristales. Del mismo modo, reflexiono melancólico, los años han ido fragmentando mis más tempranas ilusiones. A lo lejos, en el horizonte, el sol naciente promete con languidez aquello que no logra cumplir y, mientras tanto, las gotas plomizas de la niebla siguen empañando la luz de los faroles.

El sonido de la estación se convierte en algo inconfundible, sin importar que aun sea de madrugada, y logra –por un instante- vencer a mi nostalgia sempiterna. Las sirenas de los trenes hacen eco en los gastados ladrillos y los durmientes cantan, a coro con las vías, su rutinaria tonadilla. 

Sin embargo hay otro sonido que se eleva por sobre los quejidos de las máquinas. Una cadencia más intimista, más personal; el rumor de mil y un recuerdos siendo asesinados tras la garita de las esperanzas. Es el bullicio de las idas y las llegadas, los abrazos y el llanto de las despedidas, los besos y las sonrisas de los regresos. Es el rumor de aquellos solemnes juramento que jamás habrán de cumplirse; el tañido etéreo de las lágrimas de quienes aún esperan. Es la algarabía que provocan las llamadas a embarques y desembarques. Es el susurro de los que sueñan con cien mundos nuevos, pero también el silencio de los que sólo quieren retornar. Es, en definitiva, el ruido más humano de todos: el sonido de la gente que viene y la gente que va.

Me entretengo un instante observando sus rostros, sus alegrías y sus tristezas. Quién sabe que secretas ilusiones guarda cada uno de ellos, que oscuros secretos, que sórdidas emociones. 

Algunos, de seguro, habrán de tener un hogar en algún sitio, una bella mujercita esperando su regreso y varios críos que festejen su llegada. Un lecho, algunos libros, pantuflas y tazas de cafés acompañando sus mañanas. Estos, la gran mayoría, son los que se sonríen al saber que, sin importar lo que pase, su vida marcha según el plan que se han trazado. 

Otros, en cambio, jamás serán bienvenidos en ningún sitio y ninguna ciudad podrán reclamar como suya. Nada les pertenece y nadie llora sus ausencias; sus vidas y muertes a todos les son desconocidas, y nunca habrá flores decorando las lápidas anónimas donde algún día tendrán que reposar. Son los menos, es cierto, pero quién puede determinar si su destino es o no más oscuro que los anteriores. A estos –los soñadores, vagabundos, errantes y vencidos- los delatan sus rostros cansados y las arrugas de quien ya no se atreve a sonreír. Pero en sus miradas derrotadas aun brilla la sombra de la ambición que los lanzó a recorrer el mundo y, cuando parten los vagones, una fugaz chispa de recuerdo se enciende en sus ojos. Con ellos comparto la íntima simpatía de los náufragos que se hunden juntos.

“Siempre nos quedará Paris”, pensaba antes, ahora sé bien que el olvido es el único destino al que puedo aspirar. 

Mi mirada se pierde por las paredes de la estación. Sus carcomidas columnas son mudas testigos de los sentimientos que se entremezclan en el ambiente gélido. Anónimas espectadoras de la alegrías que brotan al reconocer una cara de antaño; de las manos levantadas en un adiós con fecha de caducidad demasiado lejana; de algunas miradas que se pierden en el suelo, vacías de cualquier esperanza; de la tristeza que flota en el aire producto de la melancolía de las ausencias venideras.

El trasiego y las prisas de los pasajeros rezagados contrasta con la parsimonia y el sosiego de los viejos viajeros, cuyas livianas maletas de piel y cuero van repletas de recuerdos y olvidos, de momentos vividos e instantes perdidos en la memoria, que ocupan poco, y pesan menos.

Cruzo algunas miradas. Brillantes unas, jóvenes y entusiastas. Resecas las otras, ausentes y vencidas, esperando quien sabe a qué como anónimas Penélopes que aun no han aprendido a resignarse. Todas parecen querer decirme algo, prevenirme, advertirme; pero ya es demasiado tarde. Jamás me sentó bien el papel de Rick Blaine y ella, por su parte, siempre soñó con disfrazarse de Ilsa Llund...

La última llamada del tren se hace oír en la mañana, y busco en los bolsillos la razón de mi partida.

La encuentro en un banco, abrazada. En una fría despedida repetida. Al cerrar mis ojos la veo en las lágrimas. En palabras no pronunciadas, ni escritas. En mi más roído interior. La distingo, sobre todo, en su recuerdo difuso. En los besos que jamás nos dimos. En las promesas que nunca se cumplieron. En las secretas esperanzas que acabaron agonizando sobre el pavimento de lo imposible.

El tren de la última oportunidad pasa de largo, sin parada en la estación fantasma del fracaso, y no alcanzo a subirme. El humo negro de su caldera se aleja por la niebla, mientras en el andén sólo yo sigo esperando con un billete cuyo destino incierto.

Recuerdo otra mañana, otra partida, otro convoy en el que sí supe subirme. Y ahora, parado solo en una estación abandonada que llora de frío, descubro que ya no recuerdo los cuándo ni los por qué. Ignoro el motivo que llevo a aquel tren, tan sólido en apariencia, a descarrillar en el valle de la derrota, llevándose consigo todas mis quimeras. No puedo precisar qué fue lo que lo llevo a fenecer para siempre, con el chirriar de los frenos como último suspiro, dejando esparcidas -en las vías oxidadas- ilusiones marchitas y proyectos truncados, huidas sin rumbo y maletas de cuero; abiertas algunas, desgajadas las otras.

La niebla se hace más densa y no hay nadie cerca para observar mis lágrimas. Estoy solo, debo aceptarlo, solo y vencido por el paso de los años, y en mi mano -como siempre- languidecen los ticket de vuelta.

En algún sitio lejano Scherezada se despereza sensual y comienza una nueva historia que, como siempre, no habrá de incluirme y, entre tanto, me van consumiendo las memorias. Nostalgias de unos labios que jamás serán míos. Recuerdos de las esperanzas que ha consumido el tiempo. Certezas de una vida que nada ha valido. Añoranza de una sonrisa que nunca brilló para mí. Boletos de un viaje sin retorno al país de Nunca Jamás…

jueves, 23 de febrero de 2012

Cartas desde la trinchera: Prólogo

Prólogo

París, Enero 1919

La sirena del tren anunciando la inminente llegada me despertó del mismo sueño, fugaz e inquieto, que me había acechado desde el momento en que cruzáramos la frontera; una pesadilla en la que se entremezclaban las muertes y los horrores de los últimos meses, una alucinación febril poblada de delirios culposos, un espejismo de mi subconsciente que se aferraba al recuerdo insano de las atrocidades pasadas.

No había nadie esperándome en la estación; ni a mí ni a ningún otro pasajero de aquel expreso nocturno, y si bien no era aquello un motivo de sorpresa -después de todo nadie sabía de mi repentino viaje- creí ver en esa ausencia un funesto presagio de soledad que consiguió deprimir aun más mi ánimo. Por un instante -lo confieso- estuve tentado de volver a subirme al vagón y olvidarme de todo aquello.

Mi conciencia, sin embargo, pudo más que los temores que me oprimían -¿O fueron quizás los remordimientos?- y, cogiendo un pequeño maletero repleto de cartas que no me pertenecían, acabé caminando solo por las vías del ferrocarril.

En la ciudad llovía -siempre llovía en aquella maldita ciudad-, y una neblina gris y triste opacaba la confusión de mi alma mientras, en derredor, las sombras siniestras del crepúsculo me perseguían en mi extraviado vagabundear. Aquella noche parecía como si el clima mismo se regodeara en el pesar que me agobiaba.

Con un gesto cansino y derrotado me arrebujé en el gabán. Hacía frío, mucho frío, un viento helado venido quien sabe de dónde calaba hasta los huesos y mi aliento formaba débiles siluetas que morían tras los labios.

Todo aquello, a decir verdad, no me importaba demasiado; después de todo peor la había pasado en el frente de combate, chapoteando en el lodo de barro y sangre de las trincheras, fumando colillas ajenas, devorando los piojos y las liendres de mis compañeros y con el oído siempre atento al sonido de una carga desesperada que pudiera dar fin a esa miserable agonía; una arremetida suicida que me librase de una maldita vez de aquel insano temblor que se había adueñado de todo mi cuerpo.

Sin embargo, y pese a ello, aquel clima helado, aquel cielo gris, aquella sensación de tristeza y lúgubre opresión que flotaba en el aire no podían menos que angustiarme por dentro. Como si realmente pudiera sentirme aún más desconsolado de lo que ya estaba, pensé con amarga ironía.

Traté de alejar de mi mente esos pensamientos derrotistas y, fingiendo una convicción que no sentía, caminé varias cuadras bajo la helada tormenta hasta que por fin el eco de los durmientes se perdió en la lejanía. Envuelto entonces en el manto de silencio de la noche me detuve un instante a evaluar mi situación.

Estaba perdido, eso -por mucho que me pesara- debía reconocerlo. Con el paso de los años y la lejanía había acabado por olvidar los oscuras que podían ser las calles de Paris cuando uno se adentraba en sus recovecos, lo laberíntico de su trazado y el amasijo confuso de construcciones que agobiaban la mirada y enredaban el paso. Para colmo de males arriba, en el firmamento, el cielo encapotado amenazaba con convertir la lluvia en una inminente nevada. El invierno que con tanto ahínco desgarraba a Europa parecía haberse hecho presa también de la capital francesa.

"París era una fiesta", habría de escribir Hemingway mucho tiempo después, y quizás lo fuera, pero algunos años más tarde, cuando la vívida pesadilla de la Gran Guerra dejó de atormentarnos con la memoria de lo que habíamos perdido y pasó a convertirse en un lejano y confuso sueño del que ya nadie quería acordarse.

En aquel momento, en cambio, la ciudad que fuera cuna de reyes, revoluciones y emperadores se había convertido en la prueba más fiel de todo el daño y el dolor que los hombres podíamos infligirnos a nosotros mismos. "Homo Hominis Lupus", murmuré por lo bajo recordando los funestos presagios de Hobbes, "Homo Hominis Lupus"...

Mirase donde mirase, por todos lados el panorama era el mismo: la metrópoli entera apestaba a miseria, a suciedad, a tristeza y a derrotismo; ni siquiera la victoria final, ni las condiciones ventajosas del tratado de Versalles que meses más tarde habría de firmarse lograrían, por algún tiempo, cambiar eso.

La guerra que habría de acabar con todas las guerras, reflexioné recordando aquel nombre con un sarcasmo amargo, parecía haber dejado también su sepulcral marca en la ciudad de la luz. O quizás no fuera París la que lloraba una amargura sin consuelo sino yo el que, acosado por mis propios fantasmas, envolvía de un oscuro pesimismo a todo cuanto me rodeaba.

Fuera como fuese aquel espectáculo desolador que tenía ante mi me reflejaba la otra cara de la guerra, la que no se veía desde el frente de combate, la que no se respiraba en las trincheras, la que no se comprendía entre el caos de la muerte y las matanzas, la que se desconocía en esas largas noches a la espera de noticias y misivas que nunca llegaban por las malas comunicaciones; una cara, en fin, que nada tenía que envidiarles a las otras. Viendo y sintiendo el dolor que flotaba en el aire –un dolor de ausencias sin despedidas, un dolor de recuerdos perdidos, un dolor de sonrisas borradas y de pesadumbres hechas costumbre; un dolor, en fin, que apestaba a soledad,- creí entender por fin la angustiosa urgencia que se traslucía en las cartas que guardaba dentro del bolso..

Hay más de un modo de morir, pensé descorazonado, y yo aún no los había enfrentado a todos.

Sin embargo, y por mucho que meditara sobre ello, nada podía hacer ya para cambiar lo sucedido. No estaba en mis manos darle un giro al tiempo ni a la historia, y no me quedaba otra opción que aceptar todo aquello y tratar de sobrevivir una vez más. Después de todo, y tal como había demostrado en los últimos meses, no era más que un sobreviviente.

La sombra de un movimiento a la vuelta de una esquina mal iluminada me llamó la atención y detuve, por un instante, mi caminata. El tiempo justo para que me cruzase el camino una muchacha joven -demasiado joven- apenas cubierta por los andrajos de lo que, algún tiempo atrás, debía haber sido un vestido escotado y provocador.

Le temblaban las piernas desnudas, pude observar y los dedos de las manos estaban cubiertos por cardenales azulados que revelaban un frío mayor al que incluso yo podía soportar. Sin embargo, y pese a todo ello, la joven era hasta casi bonita y lograba parecer sensual aun vistiendo esos despojos raídos que le sentaban grande y le otorgaban una expresión de desamparo y sufrida inocencia.

-Te plaît-il ce que tu vois, mon cher? - Preguntó la joven prostituta con una ronca voz que pretendía ser insinuante, mientras con una mano se desabotonaba lentamente los jirones de su vestido y con la otra se apartaba el cabello mojado del rostro.

Durante unos breves segundos, debo reconocerlo, me quede mirándola en silencio, admirando las curvas voluptuosas de un cuerpo que, pese a haber vivido épocas mejores, aun tenía lo necesario para enmudecer a un hombre, y luego finalmente logré apartar la vista con tristeza.

Demasiadas mujeres como ella había visto en los últimos años, demasiados rostros famélicos entregando lo poco que aun les quedaba a cambio de una miserable hogaza de pan, demasiados gritos suplicantes y desgarradas rendiciones como para ahora poder permanecer impávido frente a aquella mirada melancólica y resignada.

-Lo siento niña - Repuse meneando amargamente la cabeza - Otra vez será- Y mis ojos se entrecruzaron con los suyos: unos ojos de anciana que no coincidían con su cuerpo juvenil, unos ojos oscuros que revelaban incluso mucho más que los retazos raidos de su vestido. O quizás en realidad yo estuviera pecando en exceso de nostálgico y de poeta y aquella desnuda muchacha de enhiestos pezones sólo fuera una ramera más, otra puta común y corriente de las que poblaban las calles de aquel Paris de posguerra. De cualquier modo, y obedeciendo a un arrebato repentino, cogí del bolsillo un pequeño fajo de billetes y se lo extendí a la empapada joven diciendo: - Ten, vuelve a tu casa y come algo caliente. No es esta una noche para andar en la calle.

Ella pareció dudar un fugaz instante, como si sospechase que mi gesto escondía alguna trampa oculta pero luego, tras convencerse de que nada malo había en aquello, cogió el dinero con un movimiento veloz de su mano -temiendo, supongo, que me arrepintiese de mi gesto- y luego, en un ágil salto que me dejó un tanto sorprendido, se alejó un par de pasos hacia atrás.

Aquel dinero, recordé, estaba ya destinado a otro objetivo más importante, sin embargo no me importaba. Lo único que agradecía, después de tantos años de guerra, era no haber perdido aun por completo la sensibilidad ni los remordimientos de mi conciencia.

Estaba por proseguir mi caminata cuando la joven nuevamente se cruzó en mi camino. Esta vez, al enseñarme su desnudez, había en sus ademanes un gesto de agradecimiento y no ya de oferta, y en su mudo silencio se revelaba que era la primera vez en mucho tiempo que alguien tenía para con ella un gesto desinteresado.

Volví a dedicar un segundo a admirar su desnudez en silencio. Era bastante hermosa, incluso para lo joven que era, sus formas eran ya las de una mujer madura y si bien el hambre había dejado cicatrices en aquel cuerpo -cicatrices que se conjugaban con los magullones de cien golpes recibidos- todavía había en ella algo de seductora inocencia.

Sin embargo meneé nuevamente la cabeza con tristeza. Ella hizo un mohín de disgusto con sus labios helados, luego se encogió de hombros y se alejó por las oscuras calles, con -quiero creer- una expresión de agradecimiento en su envejecida mirada.

Me quedé con la vista presa en su huida, viéndola perderse para siempre en la negrura de la noche, hasta que una helada gota de aguanieve bailoteó unos segundos sobre el puente de mi nariz apartándome de mis reflexiones. Con un movimiento derrotado me arrebujé en el raído gabán y, al mismo tiempo, dirigí una mirada al cerrado cielo: la temida nevisca parecía a punto de desatarse. Un nuevo copo de nieve confirmó mis sospechas iníciales y me obligó a apretar el paso. Sería más que irónico, pensé por un instante, el haber sobrevivido tantos meses en la podredumbre de las trincheras para luego coger un vulgar resfriado por culpa de una tormenta cualquiera.

Eran casi las doce de la noche ya, las calles estaban desiertas -excepto por algún que otro mendigo ocasional y una o dos prostitutas tan desamparadas como la primera- y el silencio de la ciudad era casi sepulcral. Todas las personas de bien, pensé con un dejo de envidia, debían estar ya encerradas a cal y canto en sus casas, reposando en la calidez de sus lechos, sintiéndose a salvo de cuanto la vida pudiera ponerles en frente e intentando, de seguro, poder olvidar la agonía feroz de los últimos cuatro años.

Sin embargo, me prometí a mí mismo, no iba a dejar que todo aquello consiguiera amilanarme. Estaba allí por una razón concreta; las suelas de mis zapatos pisaban el húmedo suelo parisino movidas por un férreo objetivo y nada ni nadie iba a impedir que cumpliera con mi cometido.

Me detuve un instante y saqué del bolsillo el arrugado trozo de papel que me había acompañado durante todos aquellos años de desastres. Hice lo posible para proteger su integridad de la helada tormenta con los pliegues de mi gabán aunque tampoco importaba demasiado, aquella humilde hoja había sobrevivido ya a la tempestad de cientos de llantos.

"Tuya por siempre", rezaban las borrosas letras y, aunque al final aquellas palabras se habían revelado como una vulgar mentira, su falsa promesa lograba aún encender dentro de mí el fuego de la decisión; una llama que ni terrible nevisca que se había desatado lograba apagar.

Cada vez más convencido de mi misión escondí el trozo de papel cerca de mi corazón y continué con mi caminata por entre las oscuras callejuelas de París.

En circunstancias como aquella la voz de la razón dicta mantener los sentidos alertas y la mente preparada, ¿Quien sabe que es lo que puede estar acechándonos escondido tras las tinieblas? sin embargo esa noche en particular se me hacía imposible pensar en cualquier cosa que no fueran los recuerdos de la guerra. Quizás fuera por eso entonces que, mientras a lo lejos las campanas de Notre Dame daban las doce, mis pasos se movían sonámbulos buscando la dirección correcta y mi pensamiento se hundía en una serie de amargas reflexiones. ¿Encontraría por fin a aquella mujer que con tanto anhelo buscaba? y de ser así: ¿Cómo habría de recibirme ella cuando supiera el verdadero cometido de mi visita?

Hice, inconscientemente, un gesto con la mano, como si con ello pretendiera alejar tan funestas elucubraciones, y a la tenue luz de un farol me detuve a leer el cartel con el nombre de la calle en la que me hallaba. "Rue Cretet" señalaba la flecha torcida apuntando en dirección nordeste. Eso me dio ánimos: no estaba tan desorientado entonces como creía; al parecer París seguía siendo el de mis andanzas juveniles y yo aun guardaba algo de aquel muchacho irresponsable afecto al vino, las mujeres y los poemas que había sabido ser en una época que ahora se me antojaba imposible. No sé porque pero ese simple pensamiento bastó para insuflarme de un renovado calor que hubo de espantar a todos los malos presentimientos que me habían perseguido desde el comienzo de mi viaje en Viena.

Caminé un par de cuadras más, siempre cuesta arriba, siguiendo la temblorosa dirección que se me había indicado, hasta que por fin me detuve frente a un pórtico de madera carcomida por el tiempo. Tras él un muro de ladrillos derruido se sostenía a duras penas; todo en aquel lugar hedía a miseria.

Ante la vista de tal lóbrega imagen mi tenaz decisión inicial se tambaleó como un castillo de naipes sacudido por una brisa invernal. Debo admitir que a punto estuve de dar media vuelta y alejarme corriendo colina abajo. Me vi tentado -lo confieso- a olvidar todo como si de un mal sueño se tratara y refugiarme en la secreta esperanza de un futuro mejor, de un mañana sin pesadillas ni recuerdos, de un porvenir sin negros remordimientos. Sin embargo sabía que de hacerlo me perseguiría para siempre el fantasma de la incertidumbre y el peso de la culpa por lo que, tras asegurarme primero de que la dirección fuera la correcta, golpeé con fuerza la desvencijada puerta.

Nadie respondió mi llamado, después de todo había que ser algo loco o suicida para abrir la puerta en una noche de perros como aquella; pero eso, me dije a mi mismo, no conseguiría amilanarme por lo que volví a llamar a la puerta, esta vez con mayor fuerza, una y otra vez hasta que por fin dentro de la casa se encendió una vela y un rostro temeroso se asomó por la ventana.

- ¿Madame Friedirisch?- Pregunté yo, mientras por dentro rogaba no haberme equivocado de dirección.

Al parecer no lo había hecho porque tras unos breves segundos de vacilación la puerta se abrió y detrás de ella se asomó en camisón la mujer por la cual había recorrido todos esos kilómetros.

-¿Oui? - Preguntó ella con un leve acento austriaco. No sé parecía en nada a como la había imaginado, ni siquiera se asemejaba a la muchacha de bucles claros y sonrisa traviesa de la instantánea que había encontrado. La guerra, por lo visto, también había dejado una huella profunda en ella.

Aunque yo tampoco era el mismo joven despreocupado de cuatro años atrás. La interminable lucha, recordé, a todos nos había marcado con el fuego de la desilusión, un desengaño que ni el armisticio había conseguido amortiguar.

-Soy el teniente Jude O´Connor, soldado del ejército británico. -Me presenté tratando de alargar todo lo posible el momento que tanto había estado durante los últimos días- Tengo algo que le pertenece- Y al hablar extendí hacia ella la pequeña valija que me había acompañado en mi peregrinaje.

Ella me miró con una muda mueca de desconcierto, aunque creo que en lo profundo de su ser su instinto de mujer la previno de lo que se avecinaba, porque mientras yo hablaba dos gruesas lágrimas corrían por sus mejillas sonrosadas. Dentro de la casa un bebé irrumpió en llanto. Aquello, me dije suspirando en silencio, iba a ser aun más doloroso de lo que había imaginado.